Delipop
Miró la hora. Las 16.52. El tren había partido. En la estación, el hombre solitario que miraba hacia las casitas despintadas de Martin Mill. Sin escucharlo, el viento se apoderó de inmediato del lugar inhóspito. Corrían las hojas petrificadas por la plataforma horizontal. Volvió a mirar la hora. Las 16.53. Le quedaba una eternidad. El sol se puso detrás de los árboles pelados y ya titilaban los faroles de iodo. En el bolso, llevaba el Tintoretto falso para vender en Londres. Tenía las manos transparentes, cuerpo espigado, le temblaba el pulso. ¿Había comido? Como si estuviera viéndose él mismo, cayó desde el banco, los huesos repiquetaron como rotos. Quiso ver la hora. Pero era demasiado tarde. La boca se le había abierto de repente, y en un último respiro: –Adele, susurró.